miércoles, 21 de diciembre de 2011

Carta de un joven de 15 años afectado por la hipoteca

Este relato se presento a los Premios por los Derechos Humanos convocados por el Defensor del Pueblo de la Rioja ganando el segundo premio.

Justicia paradójica

El despertador empezó a pitar. Aquel ruido estridente siempre exasperaba a Inmaculada, pero ese día era diferente. Podía ser la última vez que despertaba en su cama, sobresaltada por el martillo que golpeaba los dos timbres de su antiguo despertador.
Se incorporó y se dirigió al baño. Su baño. Aquella también podía ser la última vez que lo usaba.
Intentó centrarse en preparar el desayuno, pero era imposible: estaba demasiado nerviosa.
Se dirigió al salón, se sentó en el sofá y cogió el mando de la tele. Al apretar el botón rojo de encendido, no pasó nada; se le había vuelto a olvidar. Hacía ya un tiempo que le habían cortado la luz.

No podía hacer otra cosa que esperar. Se levantó del sofá y miró por la ventana.
Todavía no había llegado nadie. Empezó a ponerse nerviosa, ¿y si no venían? Ya eran las nueve, y a las nueve y media todo acabaría o empezaría de nuevo.


Un autobús paró en la acera de enfrente y abrió sus puertas. De él empezaron a bajar personas con camisetas verdes. Algunos llevaban pancartas, silbatos y bocinas. Un torrente de alegría y alivio recorrió el cuerpo de Inmaculada. Habían venido.

-Gracias Gabriel, no sabes cómo te lo agradezco- sollozó Inmaculada abrazando al hombre alto, fuerte y de rostro angelical que representaba su salvación.
-Nada, mujer, nada. Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿quién nos va a ayudar? Hoy por ti, mañana por mí.
Inmaculada alzo la cabeza y miró directamente a esos profundos ojos azules que le habían sorprendido la primera vez que los vio. Ella pensaba en Gabriel como en su ángel de la guarda personal. Al fin y al cabo, su nombre era el del famoso arcángel. Gabriel le devolvió la mirada sonriente, pero de pronto, su expresión cambió a una mueca de preocupación. Inmaculada siguió la mirada de Gabriel y vio a una mujer vestida con una falda lisa y una chaqueta grises apeándose de un taxi. Había llegado la hora. Ni Inmaculada, ni Gabriel ni ninguna de las personas que habían acudido a intentar impedir por segunda vez el desahucio, estaban seguros de que lo pudieran conseguir. Eran muchos, alrededor de cuarenta, pero ya era la segunda vez que venían a intentar echar a Inmaculada, y no se iban a andar con chiquitas.

A la mujer del taxi, la siguió un hombre trajeado y de mirada recelosa con una carpeta negra pegada contra el pecho, como si tuviera miedo de que se la quitaran. El hombre y la mujer, se quedaron parados a la puerta del taxi, al otro lado de la acera. La tensión era palpable en el ambiente. ¿A qué esperaban? Inmaculada no se dio cuenta hasta que un coche blanco y negro con sirenas azules en el techo entró en la calle. Habían pedido escolta policial.

Al coche le siguieron dos furgones de antidisturbios. Policías con escudos y cascos bajaron de las furgonetas sobreprotegidas y formaron una fila alineando los escudos. A Inmaculada se le cayó el alma a los pies. Aquello empeoraba mucho las cosas, y les ponía a ellos en una gran desventaja. La ley, que se suponía que le protegía, se había puesto en su contra.

La mujer y el hombre se pusieron en marcha. Se dirigieron al primer coche que había entrado en la calle. La puerta del copiloto se abrió y por ella salió un hombre alto, de tez morena y ojos oscuros. Era el jefe de aquella brigada antidisturbios. La mujer y el policía intercambiaron unas palabras y se dirigieron hacia el portal de Inmaculada, que en esos momentos estaba bloqueado por una masa de gente inmóvil, expectante. El cordón policial se abrió para dejar paso a las tres personas, que siguieron caminando hasta que se detuvieron a unos tres metros del portal.

La tensión era tan real que podría haberse cortado con un cuchillo, no se oían los ruidos de la ciudad, ni los coches que pasaban por la carretera, no se oía nada. Todo el mundo estaba esperando a que alguien dijese algo, pero nadie se atrevía a romper aquel silencio. Finalmente, la oficial del procurador, tomó la palabra.

-Tengo en mi poder una orden de desalojo contra esta vivienda. Les rogamos que no se opongan y nadie saldrá perjudicado.

Se oyeron murmullos y protestas, pero una voz alta y clara se oyó por encima de todas.

-No pueden hacer esto, no pueden echar a nadie de su casa para quedarse con ella, inhabitada, hasta que el sector inmobiliario se recupere. Ustedes son los que han provocado la crisis, han sido rescatados con dinero público. Estamos en un Estado Social y Democrático de derecho, y los pisos vacíos, tienen una función social. Función, que gracias a ustedes no se está cumpliendo. Lo que ustedes están haciendo, vulnera el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice que toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios;…

Se vulnera el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, donde dice que el estado está obligado a hacer todo lo posible por impedir los desalojos forzados por motivos económicos. Y que en caso de no evitarlos, debe velar para que se cumplan todas las garantías procesales y un realojo digno y adecuado para las familias. España firmó y ratificó este pacto, por lo que está obligada a respetarlo.

También se vulnera el artículo 47 de la Constitución Española, que dice literalmente que todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo al interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística. Los ojos de Gabriel echaban chispas mientras hablaba. Todo murmullo se había acallado, y el silencio había vuelto al terminar Gabriel de hablar.

Inmaculada miró de nuevo al hombre que tenía a su lado. Volvió a pensar en qué haría ella sin él. Gabriel giró la cabeza para mirarla y le dedicó una cálida sonrisa que llenó a la mujer de confianza.
-Señor, tengo una orden judicial de desalojo. ¿Va a dejar que se lleve a cabo?- preguntó la oficial.
Inmaculada miró a la mujer. Iba bien vestida, con la manicura hecha y un bonito moño en el pelo.
-¿Sabe, señora? Yo antes era como usted. Tenía un buen trabajo, dinero, y vivía bien. Me despidieron del trabajo porque la empresa iba a cerrar. Busqué trabajo por todas partes, pero no encontré. Soy viuda, no tengo hijos, pero me hubiera gustado tenerlos- una lágrima resbaló por el rostro de Inmaculada-. Nadie da trabajo a una mujer a la que ya le falta tan poco para jubilarse… Sobreviví un tiempo gracias a mis ahorros, pero no eran suficientes. Primero me cortaron la luz, luego el agua, y al final me llegó la orden de desahucio del banco. No supe qué hacer hasta que contacté con esta gente. Ellos me han ayudado. Si le digo la verdad, no me importaría tanto dejar mi casa si supiera que me fuesen a dar otra, pero no lo van a hacer. Ésta es la realidad, para qué engañarse, en España, hay millones de pisos vacíos en poder de los bancos, sin que nadie los utilice. Claro, eso no les aportaría ningún beneficio…

-Señora, le repito que tengo la obligación de ejecutar este desalojo, puede aceptarlo por las buenas o por las malas.
-¿Pero es que no tienes corazón?- estalló Inmaculada. Su rostro ya estaba completamente bañado en llanto, y su corazón latía desbocado.

La mujer del banco, permaneció impasible entre los dos hombres.
-No entrarán en esta casa si podemos impedirlo- dijo Gabriel desafiante.

La oficial y el policía se miraron, entonces el policía hizo un gesto a la brigada antidisturbios, que había permanecido inmóvil todo el rato. El cordón policial empezó a avanzar en formación hacia el portal. Algunas de las personas se apartaron, avergonzados bajo las miradas reprobatorias de los que se quedaron en su sitio.

Cuando los policías llegaron a la gente, ésta empezó a revolverse y a gritar. Seguían impidiendo el paso, por lo que algunos oficiales sacaron las porras. El primer grito de dolor que Inmaculada oyó se le clavó en el corazón como un carámbano de hielo, frío y duro. Aquellas personas estaban siendo golpeadas por defenderla a ella, una completa desconocida para la mayoría de ellos.

-¡Parad!

Su grito se escuchó por encima de todo el tumulto, e hizo que todos se detuvieran. Tanto los policías como la gente que había venido a ayudarla se quedó mirándola. Ella miró a Gabriel. Sus profundos ojos azules revelaban desconcierto. ¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera ella misma lo sabía. Iba a tirar por tierra todo aquello por lo que habían luchado. Tanto sufrimiento para nada. Pero no podía permitir que aquella gente fuese golpeada y maltratada por su culpa.

-No lo hagas, Inmaculada- susurró Gabriel.
Ella, con los ojos ya secos, le miro y sonrió.
-Tengo que hacerlo.

Una chispa de comprensión pasó por los ojos de Gabriel, y le devolvió una sonrisa triste.

-Está bien- dijo Inmaculada mirando a la oficial del banco-, habéis ganado. La casa será entregada.

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